Se despierta sobrecogida. El pitido del claxon de los coches y el griterío de los vecinos de arriba la impulsan a levantarse de la cama.
El frío penetra en sus huesos y su cuerpo desnudo tirita continuamente.
Abre la pequeña puerta del armario y alcanza aquel jersey que nunca se pone, los vaqueros y las botas color canela.
Era su jersey favorito, piensa.
Camina hacia la cocina e involuntariamente prepara un café. Sólo y con mucha azúcar.
Aquella manía que tanto odiaba de él, ahora la tiene ella. Sonríe.
Sus profundas ojeras revelan el cansancio acumulado.
Llega al aseo y observa la marca en el cristal. Hacía meses que no se fijaba en ella. Aquella marca que hicieron para separar la pequeña repisa del espejo en dos mitades iguales, y que antes estaba repleta de potingues de mujer y de una colonia de hombre.
Le gustaba que le repitiera que la marca estaba ahí para algo y discutieran aunque sólo fuesen dos minutos.
Pone un poco de maquillaje sobre su pálida cara y rímel en sus negras pestañas. Recuerda como le gustaba que la mirara mientras se pintaba, y le dijera aquella tontería de: “No te pintes los labios que no te puedo besar, idiota”
Decide no hacerlo y se ve guapa, por primera vez en mucho tiempo.
Una vez más sonríe.
Coge las llaves del cajón de la mesita de la entrada, su chaqueta ajustada y el bolso de todos los días. Sale al rellano y llama al ascensor, cosa que solo él hacía a pesar de vivir en un entresuelo.
Ya en la calle, la lluvia ha cesado y el sol empieza a salir.
Saca de su bolso una pequeña agenda con flores y busca el día de hoy.
Ya sabe por qué a cada paso le vienen a la memoria sus risas y locuras, por qué todos los lugares le recuerdan a él y por qué su característico olor le persigue.
Hoy es 11 de Diciembre.
Sonríe y una lágrima brota de sus verdes ojos.
Cree que él no se acordará del día que es y que será feliz con su nueva vida. Pero a 500km, sentado en el sillón de su oficina, él, piensa después de mucho tiempo, en la primera vez que vio aquellos ojos verdes.
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