28 marzo 2015

Montañas rusas

Aquella mañana se levantó con el pelo enredado y los pies fríos.

Se fijó en la fotografía escondida, que aún no había querido tirar, clavada en el corcho de la pared.

Se fue y jamás volverá, pensó.

Las mañanas grises ya se habían convertido en rutina, una rutina que le hacía complicado olvidarle.

Pero ella era fuerte, a pesar de que sus continuas lágrimas le impidiesen verlo.

Cada mañana se juraba que al día siguiente no pensaría en el. Que ya no recordaría la textura de sus carnosos labios ni los profundos abrazos que la habían reconfortado en los peores momentos. Pero su mente le jugaba malas pasadas.

Y es que él había sido para ella como un vértigo. De esos que te gusta sentir cada vez desde un punto más alto.

Él, era como aquellas montañas rusas donde hay puntos altos y bajos, donde no importa el dolor porque sabes que también hay adrenalina que descargar.

Y fue una de esas relaciones en las que no sabes qué pesa más si el dolor o las buenas emociones.

Aquello había sido un te odio pero me pueden tus besos, de esos que valen por toda la química de las farmacias.

Como tu atracción favorita. Que si, al principio asusta, porque tiene riesgos, pero te encanta asumir que van a verse recompensados en algún momento.

Y quizás eso era él para ella, su atracción favorita.

O quizás la única que había probado que le había hecho sentir aquello.

Le costaría olvidarlo, porque hay emociones y viajes que son para recordar.
Pero aquel no fue más que el primer billete.

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